Convertir piedras en pan, el milagro keynesiano

Publicado en por Gonzalo Flores

Convertir piedras en pan, el milagro keynesiano

Capitulo IV  Convertir piedras en pan, el milagro keynesiano

(Resumen, por Gonzalo Flores)

I

Los autores socialistas sostienen que existe una gran abundancia y que la sustitución del capitalismo por el socialismo haría posible dar a todos “según sus necesidades”. Otros quieren llegar a ese paraíso a través de una reforma del sistema monetario y crediticio; creen que todo lo que hace falta es más dinero y más crédito. Consideran que la tasa de interés es un fenómeno artificialmente provocado por la escasez de “medios de pago” creada por el hombre. Acusan a los economistas “ortodoxos” por no querer aceptar que las doctrinas inflacionarias y expansionistas son buenas. Liberar el dinero del “restriccionismo”, crear “dinero libre” (según la terminología de Silvio Gesell) y garantizar créditos baratos o gratuitos son principios fundamentales de su plataforma política.

Esas ideas son muy atractivas para las masas no informadas, y muy populares entre los gobiernos comprometidos con una política de crecimiento, tanto de la moneda circulante como de los depósitos en cuenta corriente. Sin embargo, los partidos y gobiernos inflacionarios no han querido admitir abiertamente su apoyo a los principios inflacionarios.

John Maynard Keynes, uno de los consejeros económicos del gobierno británico, es el nuevo profeta inflacionario. La “revolución keynesiana” consistió en una abierta adhesión de Keynes a las doctrinas de Gesell. Adoptó la peculiar jerga de la literatura inflacionista y la introdujo en documentos oficiales. El documento de los expertos británicos del 8 de abril de 1943 dice que la expansión del crédito lleva a cabo “el milagro de convertir una piedra en pan”. El autor de este documento era, desde luego, Keynes.

II

Keynes entró en la escena política en 1920, con su libro Las Consecuencias Económicas de la Paz, donde trató de probar que las sumas exigidas como indemnizaciones eran excesivas con respecto a lo que Alemania podía pagar. El éxito de su libro fue abrumador. La máquina propagandística de los nacionalistas alemanes, bien atrincherada en todos los países, lo presentó afanosamente como el economista más eminente del mundo y el más sabio hombre de Estado británico.

Sin embargo, sería un error culpar a Keynes por la política exterior suicida que Gran Bretaña mantuvo durante el período de entreguerras. Otras fuerzas, especialmente la doctrina marxista del imperialismo y el “armamentismo capitalista” eran mucho más fuertes. Con excepción de un pequeño número de iluminados, todos los británicos respaldaron la política que, en definitiva, posibilitó a los nazis iniciar la Segunda Guerra Mundial.

Un economista francés, muy talentoso, Etienne Mantoux, analizó el libro de Keynes. El resultado de su estudio – publicado con el título de La Paz de Cartago o las Consecuencias Económicas del Sr. Keynes- fue devastador para Keynes como economista, estadístico y estadista. Mantoux ya había hecho una buena crítica a la teoría General de Keynes, publicado en 1937. Su prematura muerte fue un golpe a Francia, que hoy necesita urgentemente de economistas sólidos y valientes.

III

También sería un error culpar a Keynes por las equivocaciones y fracasos de las políticas económica y financiera seguidas por Gran Bretaña en la actualidad Cuando comenzó a escribir, Gran Bretaña había abandonado el principio del laissez faire hacía ya mucho tiempo. Esos errores se deben a hombres como Carlyle, Ruskin y especialmente, los fabianos. Los nacidos hacia 1880 fueron simples seguidores y voceros socialistas del fin de la era Victoriana.

Seymour Harris ha publicado un robusto volumen de ensayos de distintos autores académicos sobre las doctrinas de Keynes, desarrolladas en su Teoría General…, y en su defensa. No importa si el keynesianismo tiene o no justas credenciales para reclamar el nombre de “nueva economía”, o si se trata más bien de una recopilación de falacias mercantilistas y de silogismos de innumerables autores. Lo importante no es que una doctrina sea nueva, sino que sea acertada.

Lo que debe destacarse de esta obra es que ni siquiera intenta refutar las objeciones fundamentadas hechas contra Keynes por economistas serios. El editor no parece poder concebir que algún hombre honesto pueda disentir con Keynes. En su opinión, los no keynesianos son un puñado de parásitos sobornados, a quienes no se debe prestar atención. Así, S. Harris adopta los métodos de los marxistas y nazis, quienes preferían insultar a sus críticos y cuestionar sus motivaciones en lugar de refutar sus tesis.

Unos pocos de los artículos están escritos en lenguaje digno y son cuidadosos, incluso críticos, en su evaluación de los logros de Keynes. Los demás son sólo elogios excesivos. Para E. Samuelson, estar vivo en aquel momento fue “una bendición”. Para Paul Sweezy, Keynes no es el salvador de la humanidad, sino un precursor cuya misión histórica es preparar la mentalidad británica para la aceptación del marxismo puro, y hacer que Gran Bretaña alcance la madurez ideológica para llegar a un socialismo total.

 IV

Los seguidores de Keynes imitan el mismo método de la insinuación de Keynes e intentan hacer que sus adversarios parezcan sospechosos al referirse a ellos en términos que permiten varias interpretaciones. Pues lo que mucha gente elogió como el “estilo brillante” y la “maestría del lenguaje” de Keynes, eran en realidad artimañas retóricas baratas.

Ricardo, dice Keynes, “conquistó Inglaterra tan completamente como la Santa Inquisición conquistó España”. Es una comparación malintencionada: la Inquisición, ayudada por guardias y verdugos, castigó al pueblo español hasta someterlo. Las teorías de Ricardo fueron aceptadas como correctas por los intelectuales británicos sin que se ejerciera ninguna presión o compulsión en su favor. Pero, al comparar dos cosas completamente distintas, Keynes sugiere que existía algo vergonzoso en el éxito de las enseñanzas de Ricardo y que los que las desaprobaban eran tan nobles, heroicos y valientes, como los que combatieron los horrores de la Inquisición.

La más famosa frase de Keynes fue: “Dos pirámides, dos misas de réquiem, son dos veces mejores que una, pero no sucede lo mismo con dos ferrocarriles de Londres a York”. Es obvio que esto no prueba en forma alguna que cavar pozos en la tierra y pagarlo sin dinero ahorrado “incrementará la renta nacional real de bienes y servicios útiles”. Pero deja al adversario en la difícil situación de dejar un aparente argumento sin respuesta, o de emplear las herramientas de la lógica y el razonamiento discursivo contra el mero ingenio chispeante.

Otro ejemplo es su maliciosa descripción de la conferencia de paz de París (1919). Keynes no estaba de acuerdo con las ideas de Clemenceau. Keynes trató de ridiculizar a su adversario explayándose ampliamente sobre su vestimenta y apariencia, que según parece, no condecía con el modelo establecido por los ingleses.

Catorce años más tarde tuvo lugar la Conferencia Económica Mundial de Londres (1933), que fue el fracaso más espectacular de las políticas neomercantilistas apoyadas por Keynes en la historia de los asuntos internacionales. Esta vez no hubo comentarios sobre el modo de vestir de los delegados.

V

Keynes consideraba al “extrañamente desoído profeta Gesell” como un pionero, pero sus enseñanzas difieren considerablemente de las de él.  Lo que Keynes tomó prestado de él y de otros voceros pro-inflación, no fue el contenido de su doctrina sino sus conclusiones prácticas y las tácticas que aplicaron para socavar el prestigio de sus oponentes. Esas estratagemas son:  a) los que no consideran la expansión artificiosa del crédito como una panacea, son automáticamente llamados ortodoxos; no hay diferencias entre ellos; b) se da por sentado que la evolución de la ciencia económica culminó en Alfred Marshall y terminó con él; los hallazgos de la moderna economía subjetiva no son considerados; c) todo lo que los economistas han hecho desde Hume hasta nuestros días para entender los resultados de los cambios en la cantidad de moneda y sustitutos de la moneda, es simplemente ignorado. Keynes nunca se embarcó en la tarea de refutar estas enseñanzas mediante el razonamiento.

Quienes contribuyeron al libro citado adoptaron la técnica de su maestro. Su crítica apunta a un cuerpo doctrinario creado por su propia imaginación. Pasan por alto, en silencio, todo lo que los economistas dijeron acerca de las inevitables consecuencias de la expansión artificial del crédito. Parece que nunca hubieran oído nada respecto de la teoría monetaria del ciclo económico.

Para apreciar correctamente el éxito de la teoría de Keynes en los círculos académicos, hay que considerar las condiciones reinantes en las cátedras económicas universitarias durante el período de entreguerras.

En las últimas décadas sólo unos pocos profesores de economía fueron verdaderos economistas, es decir hombres totalmente consustanciados con la economía subjetiva moderna. Las ideas de los viejos economistas clásicos, así como las de los modernos, fueron ridiculizadas en los libros de texto y en las aulas: eran llamadas obsoletas, ortodoxas, reaccionarias, burguesas o “economía de Wall Street”. Los profesores se enorgullecían de haber “refutado definitivamente” las abstractas teorías del manchesterismo y del laissez-faire.

“El antagonismo entre las dos escuelas de pensamiento tuvo su manifestación, en la práctica, en el tratamiento del problema sindical. Los economistas tildados de ortodoxos enseñaban que un incremento permanente de los salarios para todos los trabajadores sólo es posible si la cuota de capital invertido per cápita y la productividad del trabajo aumentan. Si, como resultado de la presión sindical o de un decreto gubernamental se fija salarios mínimos por encima del nivel que el mercado libre habría establecido, la consecuencia será el desempleo como un fenómeno de masas permanente” (pg 63-64).

Casi todos los profesores de las universidades de moda atacaron duramente esta teoría. Creían que el crecimiento de los salarios reales y de los estándares de vida fueron producto del sindicalismo y la legislación pro-laboral del gobierno. Pensaban que el sindicalismo fue muy beneficioso para los verdaderos intereses de los asalariados y de la nación. Creían que sólo los apologetas deshonestos de los intereses de los explotadores podían encontrar faltas en los actos violentos de los sindicatos. Decían que la principal preocupación de los gobiernos debería ser alentar a los sindicatos y darles la ayuda que necesitaban para combatir las intrigas de los empleadores y fijar las tasas de los salarios a un nivel cada vez más alto.

Pero una vez revestidos los sindicatos por parte del gobierno de todos los poderes necesarios para imponer los salarios mínimos, las consecuencias previstas por los economistas “ortodoxos” se hicieron presentes. La desocupación de una parte considerable de la fuerza laboral potencial aumentaba año tras año. Los economistas “no ortodoxos” estaban perplejos. Los hechos se sucedían tal como la “escuela abstracta” había predicho.

“Fue en ese momento cuando Keynes publicó su Teoría General. ¡Qué alivio para los desconcertados “progresistas”! Finalmente tenían algo para enfrentar a la opinión ‘ortodoxa’. La causa de la desocupación no eran las políticas laborales inadecuadas, sino los defectos del sistema crediticio y monetario. No había más necesidad de preocuparse por la insuficiencia del ahorro y de la acumulación del capital y por el déficit de la administración pública. Todo lo contrario. El único método para acabar con la desocupación era incrementar la ‘demanda efectiva’ a través del gasto público financiado por la expansión del crédito y la inflación”. (pg. 64).

Las políticas recomendadas por la Teoría General eran justamente aquellas que los “maniáticos monetaristas” habían desarrollado hacía ya mucho tiempo, y que fueron adoptadas por la mayoría de los gobiernos durante la depresión de 1929 y de los años siguientes. Algunos creen que los escritos anteriores de Keynes influyeron en el proceso que condujo a los gobiernos más poderosos del mundo a las doctrinas de gasto dispendioso, expansión del crédito e inflación. Podemos dejar sin resolver este tema. Pero, no puede negarse que los gobiernos y los pueblos no esperaron a la Teoría General para embarcarse en estas políticas “keynesianas” o, mejor dicho, “gesellianas”.

VI

“La Teoría General de Keynes de 1936 no inauguró una nueva era de políticas económicas, sino que más bien señaló el fin de un período. Las políticas recomendadas por Keynes ya estaban próximas al momento en que sus consecuencias serían evidentes y su continuación imposible” (…) La esencia de las muy celebradas políticas económicas “progresistas” de las últimas décadas era expropiar partes cada vez mayores de los estratos de población que percibían rentas más altas y emplear los fondos así recaudados para financiar el derroche público y subsidiar a los miembros de los grupos de presión más poderosos. Para los “no ortodoxos” cualquier política se justificaba como medio para alcanzar una mayor equidad. Ahora este proceso había llegado a su fin. El sistema se había autodestruido. (pg 65).

“Ni siquiera la confiscación de cada centavo de ganancia adicional por encima de las mil libras anuales significará un incremento perceptible en las rentas públicas de Gran Bretaña. Hasta los fabianos más fanáticos no pueden dejar de darse cuenta que los fondos a recaudarse en el futuro para atender el gasto público deben ser obtenidos de las mismas personas que supuestamente se verán beneficiadas por el gasto. Gran Bretaña ha llegado al límite, tanto del expansionismo monetario como del gasto público”. (pg 65)

Las condiciones que atraviesa EE.UU no son esencialmente diferentes. La receta keynesiana para aumentar los salarios no funciona más. La expansión del crédito, llevada a un nivel sin precedentes durante el New Deal, retrasó momentáneamente las consecuencias de políticas laborales inadecuadas. Durante ese período, la administración pública y los jefes sindicales podían jactarse de las “mejoras sociales obtenidas para el hombre común”. Pero ahora las consecuencias inevitables del aumento en la cantidad de moneda y de depósitos se han hecho evidentes: los precios son cada vez más altos. Lo que hoy presenciamos en los EE.UU. es el fracaso final del keynesianismo.

No hay duda alguna de que el público norteamericano se está apartando de las ideas y lemas keynesianos. Su prestigio está menguando. Finalmente, el “hombre común” ha aprendido que el incremento de la cantidad de dólares no hace que los EE.UU. sean más ricos. El profesor Harris sigue elogiando a la administración Roosevelt por haber subido los ingresos en dólares, pero esa persistencia sólo puede ser encontrada en las aulas.

El milagro keynesiano no logra materializarse; las piedras no se convierten en pan. Keynes podía despertar en sus discípulos un fervor casi religioso por su economía, que podía ser aprovechado con eficacia para difundirla. Según el profesor Harris, “verdaderamente, tenía la Revelación”.

No tiene sentido discutir con personas que son conducidas por “un fervor casi religioso”. Una de las tareas de la economía es analizar cuidadosamente cada plan inflacionario –los de Keynes, Gesell, Law, Douglas y otros-  y los de sus innumerables predecesores. Y nadie debería esperar que un argumento lógico o la experiencia puedan hacer tambalear el fervor casi religioso de aquellos que creen en la salvación a través del gasto y de la expansión del crédito.

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